Diez. El culto al Santo Infante

Lejos de Sarovir, en la que fuera la capital de un antiguo imperio, nació el Santo Infante. En un período de guerras, cuando reinaba la inseguridad y el hambre, una prostituta jorobada y deforme dió a luz a un niño dulce y perfecto de cabellos dorados y que a todos sonreía.
Tanta era la luz que desprendía aquel niño ante tanta oscuridad que pronto en la ciudad muchos fueron los que acudieron a verle, pues su mera presencia les tranquilizaba y ayudaba a encontrar la paz. Los deformes, los perdidos y los enfermos veían en aquella luz una esperanza que la guerra les había arrebatado.

Proverbios flamencos. Brueghel "El viejo".
Los años pasaban y entre las gentes humildes corrió la voz de un niño Santo que traía la paz, mientras que en la corte un emperador ruín y olvidado por la historia regía con mano de hierro. Las guerras volvían a sucederse, soldados de todas las tierras venían a ganar fama, pero entre las gentes de a pie la miseria crecía en igual medida que la gloria en las batallas.
Cuando su madre murió, el niño empezó a vagar las calles y ahí a donde fuera su séquito de parias le seguía. En las plazas de aquella ciudad dieron comienzo sus sermones, en los que les contaba el amor que les tenía y lo agradecido que estaba a sus acompañantes.  La guerra siguió, y el hambre y la enfermedad hizo presa entre la gente común, mientras que los ricos y los caballeros veían sus tripas hinchadas con comidas opulentas, llevándose a la boca el alimento que al pueblo le faltaba.
Una noche, ante la enfermedad que campaba por doquier, el niño rezó sin saber a quién y ahí fue donde ocurrió su primer milagro. Pidió a la Alta Voluntad, o como él solía llamar, Dios Padre, por todos los enfermos y se ofreció a sí mismo como recipiente de sus enfermedades, pues quería ayudar y no conocía otra cosa que amor por la gente que le acompañaba. Rezó y rezó rodeado de sus gentes, esperando ser escuchado y ofreciendo su carne como sacrificio al Altísimo.
A la mañana siguiente despertó y aparentemente nada había cambiado. Los días pasaban y el Santo Infante no cesaba en sus rezos, mientras los parias se aglomeraban a su alrededor y seguían viniendo. Las lunas pasaban y los rezos seguían, y poco a poco el niño se dió cuenta de que la enfermedad entre sus fieles había dejado de avanzar y él había dejado de crecer.
Así pues el niño aceptó la penitencia, de manera que siempre sería un infante para que su gente no se viera consumida por la enfermedad. 
Los años siguieron pasando y el Infante empezó a vagar por las tierras en guerra, siempre seguido por una cohorte de parias y enfermos que buscaban remedio a sus problemas. En su vagar llegaron ante las huestes de un extraño que se denominaba el Rey de Jade, y que capturaron a tan extraña comitiva.
Ecce Homo. El Bosco.
El Rey de Jade comenzó a torturar a los ancianos acusándolos de estar engañándole al decirle que adoraban a un niño. Fue matando a todos los adoradores del Santo infante uno tras otro, hasta que solo quedaron trece.
Esa noche, el niño rezó al Padre y entonces ocurrió su segundo milagro. Pidió a la Alta Voluntad que ahorrara el dolor a todos aquellos que le habían seguido y se ofreció asi mismo como recipiente del dolor, pues quería ayudar y no conocía otra cosa que amor por la gente que le acompañaba. Rezó y rezó rodeado de sus parias, esperando ser escuchado y ofreciendo su carne como sacrificio al Altísimo.
A la mañana siguiente, cuando comenzó la tortura del decimotercer paria, el niño pudo sentir el dolor que le infringieron, mientras que el paria no sentía dolor alguno. Los Trece Parias soportaron la tortura y el niño aguantó todo el dolor durante siete noches.  Admirado por lo ocurrido, el Rey de Jade les dejó marchar. Los parias recogieron a su salvador y lo portaron mientras se recuperaba del dolor sufrido.
Así pues, el Infante aceptó la penitencia y llevaría consigo el dolor para que su gente no tuviera que sufrir nunca más.
El Infante, cansado, pidió a sus Trece que le llevarán de vuelta a su ciudad natal. Como sólo eran trece les habló con paz y solemnidad de lo que él esperaba que sucediera tras la muerte: Un Jardín. Vió en la muerte un lugar diferente al que había conocido en vida, donde ellos habían vivido herial y plantas muertas podrían encontrar vida, flores y bienestar. Con estos sermones se fueron acercando a la antigua capital.
La ciudad había cambiado de nombre y ahora regía un sultán, al que no le hizo ninguna gracia que apareciera ese niño rodeado de aquella gente. Así pues lo mandó capturar lo encerró en una celda, y expulsó a sus parias de la ciudad. 
Una noche en su celda, ante su inminente muerte, el niño rezó a quién le hubiera escuchado y ahí fue donde ocurrió su tercer milagro. Pidió al Altísimo Padre que sus gentes encontraran paz en la muerte, pues quería ayudar y no conocía otra cosa que amor por la gente que le acompañaba. Rezó y rezó en la soledad de su celda, esperando ser escuchado y ofreciendo su carne como sacrificio al Altísimo.
A la mañana siguiente el niño yacía muerto en su celda, inmaculado y con cara tranquila. Los guardias tiraron el cadáver al río, donde sus parias lo recogieron y dieron sepultura, levantando un campamento a su alrededor. Los parias rezaron y a cada mañana que pasaba más flores crecían sobre su tumba, así ellos supieron que el Santo Infante era santo y supieron que él vivía ya eternamente en el Jardín de la Vida.
Así pues, el Infante aceptó la penitencia y murió para que su gente encontrara la vida eterna en el Jardín de la Vida. Libres ya del dolor y la enfermedad que encontraron en la vida mortal.
Aquellos fieles que vieron su tercer milagro se dedicaron a difundir la palabra y la obra del Santo Infante. Todo aquel que quiere creer y acercarse al Santo Infante es ungido de una de las heridas de los sacerdotes, y a partir de ese momento reciben su bendición en forma de los tres milagros que él obró: triunfo sobre la carne, triunfo sobre el dolor y promesa vida eterna en el jardín de la vida. 
Es un culto creciente y popular, que se extiende desde la tumba del Infante a todas las partes del mundo. Sus signos son las flores, que nacen y dan belleza al mundo, y pequeñas imágenes del Santo Infante. Sus fieles fáciles de reconocer: enfermos, degenerados y deformes ungidos. Todavía son pocos, pero no es extraño encontrarlos difundiendo la palabra en los bajos fondos, en campos de batalla o  entre cualquiera dispuestos a escucharla.
Poco a poco la obra del Santo Infante crece y se ven flores nacer donde nadie pensaría.

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